
Domingo XXIII del Tiempo Ordinario. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío. La Palabra de Dios en este Domingo nos invita a reflexionar directamente sobre cuál es la importancia y la centralidad de la figura de Jesucristo en nuestras vidas como cristianos.
Una de las cosas que plantea el Evangelio a lo largo de su extensión como documento que expresa la vida y obra del Señor, es el llamado que continuamente nos hace a descentrarnos, es decir, desviar nuestro centro de atención de las cosas mundanas, de nuestro egoísmo personalista y dirigir esa atención a la figura central de la vida del cristiano que es Jesucristo mismo. En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: "Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Sin duda alguna la presencia de Jesús generaba muchas expectativas en la gente de su tiempo, en su pueblo. Un hombre cuyo mensaje nuevo incitaba la aspiración de una mejor vida, unas señales prodigiosas que asombraban continuamente a aquel pueblo iletrado y habido de milagros que les hiciere vislumbrar el sueño de un Israel libre elegido por Dios para ser su predilecto entre todos los pueblos de la tierra, visión que desde hacía muchos siglos se había perdido.
No cabe duda que bajo este contexto seguir a Jesús parecía una opción atrayente, poco arriesgada y muy cómoda, ya que Él resolvería todos los problemas vitales que se pudiesen presentar. El Maestro sale al paso de estas creencias y recuerda que en la vida del ser humano lo más importante es el plan de salvación al que Dios nos ha convocado, la construcción del Reino comienza por la destrucción de todas las fortalezas que nos hemos construido como personas, en ese sentido, debemos ser tierra preparada para que los cimientos del Reino de Dios puedan construirse en nosotros y eso significa dejar a un lado todas aquellas situaciones, cosas, personas que pudiesen distraer nuestra atención y evitar que nos entreguemos completamente al plan salvífico que Dios nos ha propuesto.
Quien tenga como cosa central el amor por la madre, por el padre, los hijos, sus pertenencias personales, incluso por sí mismo; no puede responder a las exigencias del Reino cuya centralidad en la vida debe ser total.
Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.
Jesús nunca nos engañó con su mensaje, todas las analogías que Él planteó en referencia al Reino son contrarias a los planteamientos cómodos presentados por las realidades mundanas. La puerta angosta, el camino estrecho, lo que cuesta seguir al hijo del hombre, etc; nos manifiesta que el discipulado es exigente, que amerita una entrega total; cuerpo, mente alma, espíritu todo debe estar dispuesto para seguir a Jesús.
La cruz es sin duda la máxima expresión de entrega que los cristianos conocemos y es por ello que todo aquel que quiera ser discípulo de Cristo debe asumir esta realidad con toda su carga de sufrimiento, de esfuerzo, de dolor, pero también de liberación, de entrega dichosa en Dios, de esperanza en una vida nueva, en un mundo mejor: todo aquel que quiera seguir a Jesús debe experimentar en su vida los sufrimientos del Maestro y debe estar dispuesto a recibir este sufrimiento con un talante de entrega total en la experiencia liberadora del amor de Dios.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar."¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
El seguimiento de Jesús no se hace desde un deseo, o las simples ganas de transformar al mundo por anhelos altruistas. El seguimiento de Jesús parte primero de una elección, de una llamada que está planteada para todos sin distinción desde el momento del bautismo. Todos los bautizados estamos llamados a seguir a Jesús. Pero para llevar a cabo un discipulado que cumpla con las exigencias del Reino se necesita de una preparación que toca tres elementos sustanciales de la vida cristiana a saber: Piedad, Teología, Ascesis. Hay que estar preparado para cumplir con las exigencias que el seguimiento de Jesús trae consigo.
Preparándonos para el camino del discipulado: estos son los tres elementos que el discípulo de Cristo debe llevar en su alforja:
Piedad: a semejanza de Jesús, el contacto personal continuo, constante, cercano con Dios es vital para ser seguidor de Cristo para sumarse a la tarea de la construcción del Reino de Dios. Es necesario escuchar a Dios y un medio privilegiado para la escucha del Señor es la oración silenciosa; el discípulo es aquel que sale al encuentro del Maestro y se sienta a sus pies para escucharlo y aprender de él. La oración es fundamental en el camino del discipulado.
Teología: Solo se predica lo que se conoce, la teología es en este caso la reflexión sistemática de la experiencia religiosa cuyo eje central es el estudio de la Sagrada Escritura. Conocer la palabra de Dios y reflexionar sobre la experiencia de fe son elementos indispensables para llevar a cabo el camino que como discípulos de Cristo debemos transitar. La teología nos ayuda a profundizar en la vivencia de fe y nos capacita junto con los otros dos elementos (la piedad y la ascesis) a observar de una forma más amplia los signos de los tiempos.
Ascesis: Traducida aquí como la entrega generosa, en ella podemos enmarcar a la caridad, es como el elemento práctico del discipulado; sin la ascesis no podemos denominarnos discípulos de Jesucristo. El asceta es aquella persona que se desprende de todo lo superfluo y desde su experiencia de fe profunda muestra a los demás lo que el encuentro con Dios ha significado para su vida, despegándose de todo lo que le estorba, dando incluso hasta lo último que tiene para que otros tengan una vida mejor. Esa es la tarea, manifestar a los demás lo que Dios ha hecho con nosotros y proclamar con nuestro ejemplo de vida lo que con nuestras palabras predicamos
Si llevamos una vida cristiana desde esta triple perspectiva de la piedad, la teología y la ascesis, sin duda alguna seremos los discípulos místicos que la Iglesia del Siglo XXI necesita para que el mundo crea que Jesucristo es el Señor y que en Él están puestas todas las esperanzas de la humanidad.Carlos I. Osteicoechea V.
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